Esta semana, quiero compartir uno de mis cuentos favoritos que encontré hace muchos años en
el libro “Ligero de equipaje”, de Carlos G. Vallés, que habla de Tony de Mello.
“Una historia china habla de un anciano labrador, viudo y muy pobre, que
vivía en una aldea, también muy necesitada.
Un cálido día de verano, un precioso caballo salvaje, joven y fuerte,
descendió de los prados de las montañas a buscar comida y bebida en la aldea.
Ese verano, de intenso sol y escaso de lluvias, había quemado los pastos y
apenas quedaba gota en los arroyos. De modo que el caballo buscaba desesperado
la comida y bebida con las que sobrevivir.
Quiso el destino que el animal fuera a parar al establo del anciano
labrador, donde encontró la comida y la bebida deseadas. El hijo del anciano,
al oír el ruido de los cascos del caballo en el establo, y al constatar que un
magnífico ejemplar había entrado en su propiedad, decidió poner la madera en la
puerta de la cuadra para impedir su salida.
La noticia corrió a toda velocidad por la aldea y los vecinos fueron a
felicitar al anciano labrador y a su hijo. Era una gran suerte que ese bello y
joven rocín salvaje fuera a parar a su establo. Era en verdad un animal que
costaría mucho dinero si tuviera que ser comprado. Pero ahí estaba, en el
establo, saciando tranquilamente su hambre y sed.
Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron para felicitarle por
tal regalo inesperado de la vida, el labrador les replicó: “¿Buena suerte?
¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Y no entendieron…
Pero sucedió que, al día siguiente, el caballo ya saciado, al ser ágil y
fuerte como pocos, logró saltar la valla de un brinco y regresó a las montañas.
Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron para condolerse con él y
lamentar su desgracia, éste les replicó: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién
sabe!”. Y volvieron a no entender…
Una semana después, el joven y fuerte caballo regresó de las montañas
trayendo consigo una caballada inmensa y llevándolos, uno a uno, a ese establo
donde sabía que encontraría alimento y agua para todos los suyos. Hembras
jóvenes en edad de procrear, potros de todos los colores, más de cuarenta
ejemplares seguían al corcel que una semana antes había saciado su sed y
apetito en el establo del anciano labrador. ¡Los vecinos no lo podían creer! De
repente, el anciano labrador se volvía rico de la manera más inesperada.
Su patrimonio crecía por fruto de un azar generoso con él y su familia.
Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su extraordinaria buena
suerte. Pero éste, de nuevo les respondió: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién
sabe!”. Y los vecinos, ahora sí, pensaron que el anciano no estaba bien de la
cabeza. Era indudable que tener, de repente y por azar, más de cuarenta
caballos en el establo de casa sin pagar un céntimo por ellos, solo podía ser
buena suerte.
Pero al día siguiente, el hijo del labrador intentó domar precisamente al
guía de todos los caballos salvajes, aquél que había llegado la primera vez,
huido al día siguiente, y llevado de nuevo a toda su parada hacia el establo.
Si le domaba, ninguna yegua ni potro escaparían del establo. Teniendo al jefe
de la manada bajo control, no había riesgo de pérdida. Pero ese corcel no se
andaba con chiquitas, y cuando el joven lo montó para dominarle, el animal se
encabritó y lo pateó, haciendo que cayera al suelo y recibiera tantas patadas
que el resultado fue la rotura de huesos de brazos, manos, pies y piernas del
muchacho. Naturalmente, todo el mundo consideró aquello como una verdadera
desgracia. No así el labrador, quien se limitó a decir: “¿Mala suerte? ¿Buena
suerte? ¡Quién sabe!”. A lo que los vecinos ya no supieron qué responder.
Y es que, unas semanas más tarde, el
ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se
encontraban en buenas condiciones. Pero cuando vieron al hijo del labrador en
tan mal estado, le dejaron tranquilo, y siguieron su camino. Los vecinos que
quedaron en la aldea, padres y abuelos de decenas de jóvenes que partieron ese
mismo día a la guerra, fueron a ver al anciano labrador y a su hijo, y a
expresarles la enorme buena suerte que había tenido el joven al no tener que
partir hacia una guerra que, con mucha probabilidad, acabaría con la vida de
muchos de sus amigos. A lo que el longevo sabio respondió: “¿Buena suerte?
¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”.
Como veis es un cuento que explica como nuestra forma de ver las cosas, la realidad condiciona nuestro comportamiento y a veces limita nuestra experiencia futura. Lo que nos parece una bendición acaba
convirtiéndose en una pesadilla, mientras que en tantas otras, lo que parece un
revés, quizás nos abre la puerta a una situación que, con el paso del tiempo,
agradeceremos.
¡¡¡¡DISFRUTAR DE LA VIDA!!!!!